Perdido en las sierras cordobesas
El polvoriento ingreso del tren a la ciudad de Córdoba anticipaba una constante que solo la lluvia esporádica puede menguar. En la pampa seca, el barro no se hace solo.
Las 16 horas que las vías de ferrocentral soportaron la hilera de vagones no se hicieron eternas y a horario llegamos a la capital mediterránea. Era sábado al mediodía, de esos mediodías templados de lindo sol en los que la escala urbana se necesita breve para adentrarse de una vez en el paisaje agreste. La idea era salir rápidamente de la capital provincial. Solo cruzar una calle se necesita para ir de la estación de trenes a la terminal, para abordar allí un micro con destino al valle de Punilla. Carlos Paz, Cosquín, La Falda, La Cumbre y el destino, Capilla del Monte, son enclaves pintorescos, más o menos en auge, más o menos obvios, que van disminuyendo en escala a medida que uno avanza hacia el norte. Era Capilla mi primera parada.
Al primer parecer se percibe que el pueblo sufre las influencias del hippismo, debido a la cercanía del Cerro Uritorco, epicentro de prácticas esotéricas y el supuesto avistaje de ovnis por lugareños y turistas que hace que toda conversación esté cruzada por la palabra energía u otras de ese tipo, estando prohibido vivir la realidad a secas. Uno se siente raro ante tal imposición. He sufrido en carne propia tal cuestión, con un constante mareo que vaya uno a saber producto de que "energía" se apoderó de mí. La idea no era estar mareado, así que me fui, no sin antes pasar una noche de estrellas con la carpa armada en el lecho pedregoso del río Calabalumba, con cena de arroz y levadura de cerveza hervidos a fuente de ramas quemadas del lugar.
Ahí nomás a unos pocos kilómetros está San Marcos Sierras, un pueblo pequeño, relativamente aislado, en el que el hippismo ya no influye sino que reina. Personajes de nombres cambiados son comunes y la posibilidad de vivir sin hacer nada parece que florece aquí.
Estuve una semana en San Marcos aceptando su ritmo de nadería, aprendiendo cosas primitivas de la tierra y de los hombres que el progreso hizo olvidar a la mayoría de los mortales, comprobando que es muy poco lo que se necesita para vivir y viajar cuando se decide vivir viajando.
Logré perderme con facilidad en ese pueblo de caminos sinuosos como de hormigas, de árbules frutales de frutos de los que no se ven en las verdulerías y de gente que no se diferencia en mucho del paisaje. Acaso, si no hubiera gente sería más o menos todo igual y eso, creo, es todo un descubrimiento.
Creí asimilarlo todo con el correr de los días. Creí habituarme a no comer sino verduras y saber de las horas siguiendo los pasos del sol. Hasta que una lluvia persistente me dio alas y me dijo andate, y de repente el camino dobló tras de mí por última vez.